Antes de emprender su viaje, en varias ocasiones Violeta dio una bofetada a algunas concepciones de la vida que yo tenía por seguras e inequívocas. He de decir que soy una persona muy racional y pragmática, me considero poco sugestionable y, como a todo ser humano, cambiar en mí una idea bien establecida por otra, es bastante difícil. Sin embargo una tarde tuve que volver a considerar por completo mi noción de qué son la casualidad y la suerte. Desde que Violeta conoció a su vecina Tara y decidió dar un giro a su vida, nos habíamos reunido en el Jaralillo - la finca de su familia a las afueras de Madrid - en El Retiro, en nuestras respectivas casas y en alguno de los parques que están cerca de casa de Violeta. A veces nos acompañaba Leila, su mejor amiga, otras, quedábamos los dos solos o paseábamos a Shiva, su pastora alemana y jugábamos con su hermana, de la que hablaré con detalle más adelante.

Violeta llevaba un tiempo hablando con Tara y su buen humor iba in crescendo. Su afán de conocimiento le hacía pasar largas horas con ella, charlando de temas diversos que luego iba ampliando por su cuenta gracias a libros, películas, o búsquedas por Internet. Cuando nos veíamos compartía con nosotros sus “descubrimientos”, sus inquietudes e, insistiendo en la necesidad de reír y de disfrutar de todo lo que le acontecía, nos hacía partícipes de su nueva percepción de la vida. Violeta predicaba tanto con el ejemplo, que su entusiasmo nos contagió a Leila y a mí rápidamente. Nuestras reuniones pronto se convirtieron en tertulias que me recordaron a las de los surrealistas franceses de principio de siglo XX. Queríamos cambiar las cosas, y para ello lo primero era aprender, descubrir y conocer. Poniendo en común nuestras inquietudes, datos, preguntas, comprobaciones, lecturas, experiencias, vídeos o canciones, y aportando diferentes opiniones, divergencias, acuerdos o desacuerdos, aprendíamos y moldeábamos un poco más nuestra concepción de la vida.

Una de esas tardes quedé con Violeta, tenía los ojos brillantes y estaba entusiasmada. Fuimos a un parque - a ninguno de los dos nos gustan mucho los bares - y nos sentamos en un banco frente a una fuente. Estábamos disfrutando de unas patatas fritas de bolsa, unas aceitunas y unas bebidas que habíamos comprado, cuando escuchamos cómo un viandante le decía a otro la suerte que tenía de haber sido contratado en un trabajo bien remunerado, por el cual había luchado con mucho ahínco. Violeta  me dijo que justamente de eso me quería hablar, de la suerte y de la casualidad. Me preguntó si yo pensaba que el hecho de que ese hombre tuviera ahora un trabajo había sido debido a la suerte. A lo que yo contesté, después de darle un sorbo a mi zumo y alzar los hombros como si fuera una evidencia, que una parte de la misma debía haber, como en todo en la vida.

Ella me contestó que la suerte, como la casualidad, son sólo palabras que no expresan más que nuestra incapacidad para tener en cuenta los millones de factores y variables que interactúan y se interrelacionan en cada momento, de los cuales no somos en absoluto conscientes. Añadió que tanto la palabra “suerte” como la palabra “casualidad” llevan implícitas un componente  que induce al error y nos lleva a pensar que hay momentos o situaciones que suceden por magia o por azar.  Me puso el ejemplo del libro de Álex Rovira, La buena suerte, donde el autor nos explica en pocas páginas y de manera sencilla cómo la suerte se genera y se crea mediante horas y horas de dedicación.

En ese instante la interrumpí al hacer un paralelismo inmediato con la ciencia, disciplina a la cual soy muy aficionado. Le comenté que según lo que habíamos disertado durante el fin de semana sobre las leyes físicas, todo lo que ocurre tiene un origen y un final, una causa y un efecto, una acción y una reacción, y que por lo tanto, las leyes físicas invalidan el concepto de casualidad. Violeta aprovechó mi interrupción para, sin apartar la mirada, cogerme la bolsa de patatas y hurgar en la lata de aceitunas. Prosiguió diciéndome que, por lo tanto, el hecho que ese transeúnte tuviera un trabajo, se debía probablemente a una causa: lo necesitaba, y en consecuencia, lo buscó y lo encontró. Entusiasmado, volví a tomar la palabra y concluí racionalmente que en efecto, como el trabajo no le cayó a ese hombre del cielo, ni le apareció por arte de magia o influencia divina, no podíamos hablar de suerte ni de casualidad, sino de causalidad.

Pero algo fallaba sin embargo en todo ese razonamiento. La suerte ha de existir, le dije a Violeta, al fin y al cabo Beethoven afirmó que el genio se compone de un 99% de esfuerzo y de un 1% de suerte.  Y justamente ese 1% está, le comenté. Como soy aficionado al billar, le puse el ejemplo que encontramos los practicantes de este deporte. Por muy profesionales que seamos, en una competición siempre tenemos buena o mala suerte, como en cualquier otra disciplina. Dicho en otras palabras, estamos o no inspirados. Por mucho que hayamos entrenado y hayamos repetido miles de veces el mismo gesto, la suerte siempre influye en el golpeo de la bola. A veces, como le ocurre a un músico con su melodía, todo fluye y sale bien. A veces, no hay manera por mucho que lo intentemos y sepamos hacerlo.

Ella, retomando mi objeción y un trago de zumo, me contestó entonces que la inspiración no viene dada por la suerte, ya que esto equivaldría de nuevo a decir que hay algo mágico o misterioso, que influye en nosotros. No es así, reiteró, “estar inspirado o no, es fruto de la causalidad, de factores tan varios, dispares - y por lo tanto difícilmente abarcables - como nuestro nivel de concentración, el grado de nerviosismo, nuestro punto de cansancio, las expectativas futuras, nuestras posibles preocupaciones y remordimientos, la alimentación que llevamos, la temperatura, la presión atmosférica, la hora del día, la estación del año, la fase lunar, nuestra motivación, lo que tenemos en juego y así un eterno etcétera de todos los miles y millones de variables que interactúan en cada momento afectando nuestro estado físico y anímico”.

Añadió que, gracias a lo que había indagado sobre los beneficios de la risa en el organismo, así como a las nuevas revelaciones de la mecánica cuántica que yo les había estado explicando a Leila y a ella en nuestros últimos encuentros, había descubierto y comprobado la capacidad que tenemos los seres humanos de crear nuestra propia realidad. Explicó que nosotros mismos, modificando simplemente nuestra actitud, nuestros pensamientos y creyendo en lo que hacemos, podemos prepararnos a nivel físico y mental, para obtener mejores resultados en cualquier cosa que nos propongamos.

Concluyó diciendo que a eso que yo llamo suerte, ella lo llamaría auto-creación.  Al fin y al cabo, ¿no era ella el mejor ejemplo de cómo puede cambiar la vida si uno se lo propone?

Nos quedamos entonces callados un rato. Yo analicé todo lo que Violeta me había dicho. Era tal la cantidad de información, tal la validez de sus argumentos y tal su parsimonia y seguridad en su exposición, que, aún necesitando tiempo para meditar, no encontré ninguna objeción clara y los di por válidos. De repente vimos que habían pasado muchas horas, y que eso que llamamos tiempo había transcurrido a una velocidad tal que ya era casi de noche. No teniendo nada más que comer ni que decir, y sí mucho que pensar, nos despedimos encantados, no sin  antes prometernos que teníamos que volver a intercambiar opiniones sobre temas tan interesantes.

Durante los días siguientes me adentré un poco más en la ciencia, concretamente en otras facetas de la física cuántica, y me di cuenta cómo esta disciplina tenía mucho que aportar a nuestro nuevo “descubrimiento”.

Otro día os contaré el cómo y el porqué.