Esperé con gran ilusión la siguiente quedada con Violeta. Con ilusión y con una energía renovada, algo curioso en mí pues no me caracterizo precisamente por ser una persona muy animada ni optimista. Mi manera de ser nunca le ha molestado a Violeta: siempre me ha aceptado y ha sabido, con esa capacidad que le es propia, sacar lo mejor de mí mismo. Es un placer para mí hablarle de física, una pasión que no puedo compartir con casi nadie, y que abandoné, junto a la filosofía, por estudiar algo con más expectativas de futuro por recomendación de mis padres. Por preocuparme del futuro dejé de vivir en el presente y disfrutar de lo que me gustaba. Como dijo Randy Pausch en "La última conferencia", podemos alcanzar cualquier sueño y en el caso de que no se logre, conseguiremos mucho con intentarlo. Si bien es verdad que nunca es tarde para rectificar, cabe decir el placer que supone dedicarle horas a lo que verdaderamente me motiva, sentirme escuchado y poder compartir y obtener un feedback de aquello que pensaba que no le interesaría a nadie.

Era una tarde bastante nublada, el cielo estaba plomizo y no cabía descartar la lluvia. Supongo que el hecho que hiciera ese tiempo, por un lado apropiado para la época del año en que nos encontrábamos, y por otro imprevisto por los inusuales días de sol otoñales de los que estábamos disfrutando los madrileños, habría desanimado a más de uno que no sabe vivir sin su “solecito” y que se deprime en cuanto no ve el cielo  azul. Pero a mí, lo que la mayoría llama mal tiempo, me tranquiliza y me permite ejercer la introspección.

Quedé pues con Violeta. Alegre y jovial me comentó que había estado pensando mucho en nuestra conversación anterior, y en especial en cómo parecía que el tiempo se hubiese parado mientras  charlábamos. Antes de dejarla proseguir, le pregunté dónde quería ir. Pasaba de que le clavaran una pasta en un bar por un refresco y un aperitivo, así que decidimos irnos al parque de nuevo, esta vez con los paraguas, no sin antes pasar por el súper y comprarnos unas bebidas y algo de comer.
Caminamos tranquilamente entre unos sauces, nos pusimos un poco al día y nos echamos algunas risas. Violeta me volvió a comentar que la charla del otro día le gustó mucho y que sólo se había sentido tan “fuera del tiempo” mientras hablaba con Tara o mientras practicaba las diferentes formas de reír, como yo mismo había podido comprobar no sin sentir cierto ridículo. Ya os contaré en una próxima ocasión. También me recordó que le había prometido hablarle una vez más de física cuántica. Me alegró mucho que después de la paliza que les había dado tanto a ella como a nuestra amiga Leila sobre el libro El Secreto, la ley de la atracción, la evolución de las leyes físicas y los últimos descubrimientos en física cuántica, intentando relacionarlo todo con vivir el presente y de ese modo lograr la felicidad, le quedaran ganas de seguir escudriñando en estos temas. No podré transcribir todo aquí así que, de nuevo, dejaré algunas cosas para futuros textos.

En todo caso le dije a Violeta que nuestra anterior conversación para mí fue también muy placentera y que compartir distintas opiniones, además de unos cacahuetes, son siempre momentos agradables y escasos. Aclaré eso sí, adentrándome de golpe en la física cuántica, que en realidad el tiempo o lo que nosotros consideramos el tiempo no transcurre, no pasa, no se mueve. El tiempo no es una línea recta. El tiempo simplemente es.

Ella, frunciendo el entrecejo y con cara de incredulidad mezclada de aflicción me contestó que desde la muerte de su madre y de su hermano habían pasado 3 años, y que esos años habían transcurrido, sí o sí. Yo le expliqué que si eso que llamaba años han pasado, es sólo porque el ser humano es el único animal con la posibilidad de imaginarse en un futuro y de volver a sus recuerdos pasados. Pero que en ese preciso instante en el que caminábamos por el parque y yo le explicaba lo que le estaba explicando, sólo existía eso, el presente. El pasado lo revivía en su mente, en sus recuerdos, y el futuro aún estaba por venir.

Violeta, no muy convencida, me pidió que nos sentáramos en el césped y que le siguiera explicando. Esperando la lluvia a punto de caer, y bajo un cielo cada vez más ennegrecido, me entró la inspiración. Me sentía sereno y despreocupado. Manoseando la botella de agua le comenté que la física cuántica ha probado que ni el tiempo ni el espacio existen en sí, que no son continuos ni fijos. Son sólo ilusiones de nuestra percepción en esta realidad tridimensional. Albert Einstein, con su Teoría de la Relatividad, demostró que tiempo y espacio no son constantes absolutos, sino variables relativos. El tiempo se dilata y se contrae, como los objetos y las personas en movimiento.

Violeta miraba atentamente y deduje por su silencio que quería oírme proseguir. Empezó a llover y decidimos movernos y buscar cobijo en una especie de pequeña plazoleta alzada con bancos alrededor, situada a la entrada del parque y resguardada de la lluvia por tupidas ramas y hojas de roble. Una vez allí, me apoyé en una barandilla desde la que se veía todo lo que la densa niebla permitía ver y le puse el clásico ejemplo de dos niños nacidos al mismo tiempo, uno en la Tierra y otro en un cohete dando vueltas alrededor del planeta a una celeridad cercana a la velocidad de la luz. El día en que el niño nacido en el cohete aterrizase en nuestro planeta, sería más joven que el niño nacido en él. ¿Por qué?

Violeta había oído hablar de este ejemplo, pero nunca se lo habían explicado. Viendo cómo la lluvia fina daba paso al diluvio, le comenté que en una nave espacial todas las funciones del cuerpo humano se ralentizan, el corazón late más lentamente, las palabras se pronuncian más lentamente, los relojes se mueven más lentamente, y por lo tanto, el envejecimiento también se ve afectado. El niño en la nave espacial no notaría nada, no notaría que su nave, los objetos presentes en ella y él mismo se contraerían en la dirección del movimiento. Pero cuando ese niño volviese a la Tierra, después de haber viajado a casi 300.000 kilómetros por segundo, sería más joven que su gemelo astrológico, que sólo habría viajado a la velocidad a la que se mueve la Tierra alrededor del sol, es decir a casi 30 kilómetros por segundo. Porque a mayor velocidad, más contracción del tiempo. Añadí que, aunque no existe ninguna nave capaz de acercarse a la velocidad de la luz, sí hay relojes extraordinariamente precisos: los relojes atómicos. En un experimento realizado en 1971 se embarcaron cuatro de estos relojes en aviones comerciales y se comprobó que el tiempo realmente transcurre como lo predice la teoría de la relatividad.

Ella empezó a reírse y me dijo que entonces, como subiría pronto a un avión para visitar a su tío Pepín en Barcelona, seguro que iba a rejuvenecer. Me entró la risa floja, era la última reacción que me esperaba por su parte después de mi explicación. Le contesté entre carcajadas y como pude que sí, que quizás rejuvenecería la millonésima parte de un nanosegundo. Para colmo, por delante   pasó una señora corriendo bajo la lluvia con un paraguas doblado del revés y con un perrito estilo Milú siguiéndola a poca distancia. La señora nos lanzó una mirada de mil demonios, lo que aún hizo que riéramos más. La situación era por lo menos peculiar: dos colgados tomando un aperitivo bajo un diluvio en medio de un parque desierto y partiéndonos de risa.

Dimos unos sorbos a nuestras bebidas y tras recuperar un poco la calma, concluí diciéndole que el tiempo es, por lo tanto, esencialmente, una percepción. No existe en sí, independientemente del factor humano. Cuando experimentamos circunstancias negativas, las percibimos como algo lento, mientras que todo parece ir más rápido cuando las circunstancias son positivas, como era el caso en aquel momento. Eso era lo que Violeta llamaba estar “fuera del tiempo”.

Así que, retomó ella pensando en voz alta, cuando Herman Hesse decía en su libro Siddharta, que “la vida alcanza su plenitud a partir del momento en el que todo ha perdido su significado”, será que sólo cuando uno está plenamente en el presente y se olvida de la noción del tiempo, es decir de las preocupaciones futuras así como de los conflictos pasados -del qué pasará y de cómo ha vivido lo que ha pasado-, puede disfrutar total y completamente de la vida.

Un rayo enorme con decenas de bifurcaciones iluminó el cielo, seguido de un trueno ensordecedor, que parecía surgir de las mismas profundidades de la Tierra. Nos quedamos en silencio mirando el diluvio en un parque ya desierto y escuchando el agua caer. Yo no pensaba en nada, no existía el mañana, tampoco el ayer, no pasaba por mi cabeza ningún "¿Y sí…?" Me sentía pequeño, poca cosa frente a una fuerza natural tan potente e incontrolable. Pero al mismo tiempo estaba sereno, a gusto, relajado, viviendo el presente.

“Pues sí” le contesté a Violeta, “Seguro que Hesse tenía razón... Igual que el filósofo Horacio... ¡Carpe diem!